domingo, 5 de diciembre de 2010

Lee los primeros capítulos de...


¡Buenos días, bloggeros! Esta semana os traigo el prólogo y los dos primeros capítulos del primer libro de una saga que me apasiona: Canción de Hielo y Fuego. Aquí tenéis el comienzo de la primera novela, Juego de Tronos. ¡Espero que lo disfrutéis!



PRÓLOGO
—Deberíamos volver ya —instó Gared mientras los bosques se tornaban más y más oscuros a su alrededor—. Los salvajes están muertos.
—¿Te dan miedo los muertos? —preguntó Ser Waymar Royce, insinuando apenas una sonrisa.
—Los muertos están muertos —contestó Gared. No había mordido el anzuelo. Era un anciano de más de cincuenta años, y había visto ir y venir a muchos jóvenes señores—. No tenemos nada que tratar con ellos.
—¿Y de veras están muertos? —preguntó Royce delicadamente—. ¿Qué prueba tenemos?
—Will los vio —respondió Gared—. Si él dice que están muertos, no necesito más pruebas.
—Mi madre me dijo que los muertos no cantan canciones —intervino Will. Sabía que lo iban a meter en la disputa tarde o temprano. Le habría gustado que fuera más tarde que temprano.
—Mi ama de cría me dijo lo mismo, Will —replicó Royce—. Nunca creas nada de lo que te diga una mujer cuando estás junto a su teta. Hasta de los muertos se pueden aprender cosas. —Su voz resonó demasiado alta en el anochecer del bosque.
—Tenemos un largo camino por delante —señaló Gared—. Ocho días, hasta puede que nueve. Y se está haciendo de noche.
—Como todos los días alrededor de esta hora —dijo Ser Waymar Royce después de echar una mirada indiferente al cielo—. ¿La oscuridad te atemoriza, Gared?
Will percibió la tensión en torno a la boca de Gared y la ira apenas contenida en los ojos, bajo la gruesa capucha negra de la capa. Gared llevaba cuarenta años en la Guardia de la Noche, buena parte de su infancia y toda su vida de adulto, y no estaba acostumbrado a que se burlaran de él. Pero eso no era todo. Will presentía algo más en el anciano aparte del orgullo herido. Casi se palpaba en él una tensión demasiado parecida al miedo.
Will compartía aquella intranquilidad. Llevaba cuatro años en el Muro. La primera vez que lo habían enviado al otro lado, recordó todas las viejas historias y se le revolvieron las tripas. Después se había reído de aquello. Ahora era ya veterano de cien expediciones, y la interminable extensión de selva oscura que los sureños llamaban el Bosque Encantado no le resultaba aterradora.
Hasta aquella noche. Aquella noche había algo diferente. La oscuridad tenía un matiz que le erizaba el vello. Llevaban nueve días cabalgando hacia el norte, hacia el noroeste y hacia el norte otra vez, siempre alejándose del Muro, tras la pista de unos asaltantes salvajes. Cada día había sido peor que el anterior, y aquél era el peor de todos. Soplaba un viento gélido del norte, que hacía que los árboles susurraran como si tuvieran vida propia. Durante toda la jornada Will se había sentido observado, vigilado por algo frío e implacable que no le deseaba nada bueno. Gared también lo había percibido. No había nada que Will deseara más que cabalgar a toda velocidad hacia la seguridad que ofrecía el Muro, pero no era un sentimiento que pudiera compartir con un comandante.
Y menos con un comandante como aquél.
Ser Waymar Royce era el hijo menor de una antigua casa con demasiados herederos. Era un joven de dieciocho años, atractivo, con ojos grises, gallardo y esbelto como un cuchillo. A lomos de su enorme corcel negro, se alzaba muy por encima de Will y Gared, montados en caballos pequeños y recios adecuados para el terreno. Calzaba botas de cuero negro y vestía pantalones negros de lana, guantes negros de piel de topo, y una buena chaquetilla ceñida de brillante cota de malla sobre varias prendas de lana negra y cuero tratado. Ser Waymar llevaba menos de medio año como Hermano Juramentado en la Guardia de la Noche, pero sin duda se había preparado bien para su vocación. Al menos en lo que a la ropa respectaba.
La capa era su mayor orgullo: de marta cibelina, gruesa, suave y negra como el carbón.
—Apuesto a que las mató a todas con sus propias manos —había comentado Gared en los barracones, mientras bebían vino—. Seguro que nuestro gran guerrero les arrancó las cabecitas él mismo.
Todos se habían reído.
«Es difícil aceptar órdenes de un hombre del que te burlas cuando bebes», reflexionó Will mientras tiritaba a lomos de su montura. Gared debía de estar pensando lo mismo.
—Mormont dijo que siguiéramos sus huellas, y ya lo hemos hecho —dijo Gared—. Están muertos. No volverán a molestarnos. Nos queda un camino duro por delante. No me gusta este clima. Si empieza a nevar, tardaremos quince días en volver, y la nieve es lo mejor que podemos encontrarnos. ¿Habéis visto alguna tormenta de hielo, mi señor?
El joven señor no parecía escucharlo. Observaba la creciente oscuridad del crepúsculo con aquella mirada suya, entre aburrida y distraída. Will había cabalgado el tiempo suficiente junto al caballero para saber que era mejor no interrumpirlo cuando mostraba aquella expresión.
—Vuelve a contarme lo que viste, Will. Con todo detalle. No te dejes nada.
Will había sido cazador antes de unirse a la Guardia de la Noche. Bueno, en realidad había sido furtivo. Los jinetes libres de los Mallister lo habían atrapado con las manos manchadas de sangre en los bosques de los Mallister, mientras despellejaba un ciervo de los Mallister, y tuvo que elegir entre vestir el negro o perder una mano. No había nadie capaz de moverse por los bosques tan sigilosamente como Will, y los hermanos negros no tardaron en explotar su talento.
—El campamento está tres kilómetros más adelante, pasado aquel risco, justo al lado de un arroyo —dijo Will—. Me acerqué tanto como me atreví. Eran ocho, hombres y mujeres. Niños no, al menos no vi ninguno. Habían puesto una especie de tienda contra la roca. La nieve ya la había cubierto casi del todo, pero la vi. No había ninguna hoguera, aunque el lugar donde habían encendido una se distinguía claramente. Ninguno se movía, los observé un buen rato. Ningún ser vivo ha estado jamás tan quieto.
—¿Viste sangre?
—La verdad es que no —admitió Will.
—¿Y armas?
—Algunas espadas, unos cuantos arcos... Uno de los hombres tenía un hacha. De doble filo, parecía muy pesada, un buen trozo de hierro. Estaba en el suelo, junto a su mano.
—¿Recuerdas en qué postura se encontraban los cuerpos?
—Un par de ellos estaban sentados con la espalda contra la roca —contestó Will encogiéndose de hombros—. La mayoría, tendidos en el suelo. Como caídos.
—O dormidos —sugirió Royce.
—Caídos —insistió Will—. Había una mujer en la copa de un tamarindo, medio escondida entre las ramas. Una vigía. —Esbozó una sonrisa—. Tuve buen cuidado de que no me viera. Cuando me acerqué, vi que ella tampoco se movía. —Muy a su pesar, se estremeció.
—¿Tienes frío? —preguntó Royce.
—Un poco —murmuró Will—. El viento, mi señor.
El joven caballero se volvió hacia el guardia de pelo cano. Las hojas que la escarcha había hecho caer de los árboles pasaron susurrantes junto a ellos, y el corcel de Royce se movió, inquieto.
—¿Qué crees que pudo matar a esos hombres, Gared? —preguntó Ser Waymar en tono despreocupado. Se ajustó el pliegue de la larga capa de marta.
—El frío —replicó Gared con certeza férrea—. Vi a hombres morir congelados el pasado invierno, y también el anterior, cuando era casi un niño. Todo el mundo habla de nieve de quince metros de espesor, y de cómo el viento gélido llega aullando del norte, pero el verdadero enemigo es el frío. Se echa encima de uno más sigiloso que Will, al principio se tirita y castañetean los dientes, se dan pisotones contra el suelo, y se sueña con vino caliente y con una buena hoguera. Y quema, vaya si quema. No hay nada que queme como el frío. Pero sólo durante un tiempo. Luego se mete dentro y empieza a invadirlo todo, y al final no se tienen fuerzas para combatirlo. Es más fácil sentarse, o echarse a dormir. Dicen que al final no se siente ningún dolor. Primero se está débil y amodorrado, y todo se vuelve nebuloso, y luego es como hundirse en un mar de leche tibia. Como muy tranquilo todo.
—Qué elocuencia, Gared —observó Ser Waymar—. No me imaginaba que te expresaras así.
—Yo también he tenido el frío dentro, joven señor. —Gared se echó la capucha hacia atrás para que Ser Waymar le viera bien los muñones donde había tenido las orejas—. Las dos orejas, tres dedos de los pies, y el meñique de la mano izquierda. Salí bien parado. A mi hermano lo encontramos congelado en su turno de guardia, con una sonrisa en los labios.
—Tendrías que usar ropa más abrigada —dijo Ser Waymar encogiéndose de hombros.
Gared miró al joven señor y se le enrojecieron las cicatrices en torno a los oídos, allí donde el maestre Aemon le había amputado las orejas.
—Ya veremos hasta qué punto podéis abrigaros cuando llegue el invierno. —Se subió la capucha y se encorvó sobre su montura, silencioso y hosco.
—Si Gared dice que fue el frío... —empezó Will.
—¿Has hecho alguna guardia esta semana pasada, Will?
—Sí, mi señor. —No había semana en que no hiciera una docena de guardias de mierda. ¿Adónde quería llegar con aquello?
—¿Y cómo estaba el Muro?
—Lloraba —dijo Will con el ceño fruncido. Ahora que el joven señor lo señalaba, estaba claro—. Si el Muro lloraba, no se pudieron congelar. No hacía suficiente frío.
—Muy perspicaz —asintió Royce—. La semana pasada hemos tenido unas cuantas heladas ligeras, y algunas ráfagas de nieve, pero en ningún momento hizo tanto frío para que ocho adultos murieran congelados. Y te recuerdo que eran hombres con ropas de piel y cuero, que estaban cerca de un refugio y que sabían cómo encender una hoguera. —La sonrisa del caballero no podía ser más confiada—. Llévanos hasta ese lugar, Will. Quiero ver a los muertos con mis propios ojos.
Y ya no hubo más que hablar. La orden estaba dada, y el honor los obligaba a obedecerla.
Will abrió la marcha con su montura desgreñada, eligiendo cauteloso el camino entre la maleza. La noche anterior había caído una ligera nevada, y había piedras, raíces y depresiones ocultas al acecho del descuidado y el imprudente. A continuación iba Ser Waymar Royce sobre el gran corcel negro que pifiaba impaciente. Un corcel no era montura adecuada para una expedición de exploración, pero cualquiera se lo decía al joven señor. Gared cerraba la marcha. El anciano guardia iba murmurando para sus adentros mientras cabalgaba.
Caía la noche. El cielo despejado se volvió de un tono púrpura oscuro, el color de un moretón viejo, y se fue tornando negro. Empezaron a aparecer las estrellas y una media luna. Will agradeció la luz en su fuero interno.
—Seguro que podemos ir a mejor paso —dijo Royce cuando la luna brilló en el cielo.
—Con este caballo, no —replicó Will. El miedo lo había vuelto insolente—. ¿Quiere mi señor abrir la marcha?
Ser Waymar Royce no se dignó a responder.
En algún lugar del bosque, un lobo aulló.
Will hizo que su caballo se situara bajo un viejo tamarindo nudoso, y desmontó.
—¿Por qué te detienes? —preguntó Ser Waymar.
—Mejor vamos a pie el resto del camino, mi señor. Está cerca, tras aquel risco.
Royce se detuvo un instante, mirando a lo lejos con gesto reflexivo. El viento frío soplaba entre los árboles. La larga capa de marta se agitó tras él como una cosa semiviva.
—Aquí falla algo —murmuró Gared.
—¿De verdad? —dijo el joven caballero con una sonrisa desdeñosa.
—¿No lo notáis? —preguntó Gared—. Escuchad la oscuridad.
Will sí lo notaba. Llevaba cuatro años en la Guardia de la Noche, y nunca había tenido tanto miedo. ¿Qué pasaba?
—Viento. El susurro de los árboles. Un lobo. ¿Cuál de esos ruidos es el que asusta tanto, Gared?
Al ver que Gared no respondía, Royce se bajó del caballo con gesto elegante. Ató el corcel a una rama baja, a buena distancia de los otros caballos, y desenvainó la espada larga. La empuñadura refulgía con el brillo de las piedras preciosas, y la luz de la luna parecía fluir por el acero pulido. Era un arma magnífica, forjada en Castillo; y estaba nueva. Will pensó que nadie la había blandido jamás con ira.
—Aquí los árboles están muy juntos —avisó—. La espada se os va a enredar con las ramas, mi señor. Es mejor llevar un cuchillo.
—Cuando necesite consejos, los pediré —replicó el joven señor—. Tú quédate aquí, Gared, vigila los caballos.
—Nos hará falta una hoguera. —Gared desmontó—. Yo me encargo.
—¿Eres completamente idiota, viejo? Si hay enemigos al acecho en este bosque, lo que menos falta nos hace es una hoguera.
—El fuego mantendría alejados a algunos enemigos —señaló Gared—. Osos, lobos huargo y... y otras cosas.
—Nada de hogueras. —Ser Waymar apretó los labios.
La capucha de Gared le ensombrecía el rostro, pero Will advirtió que tenía un brillo duro en los ojos al mirar al caballero. Durante un momento temió que el anciano fuera a desenvainar la espada. Era un arma corta y fea, con la empuñadura descolorida por el sudor y melladuras en la hoja tras muchos años de uso frecuente, pero Will no habría apostado nada por la vida del joven señor si Gared llegaba a esgrimirla.
—Nada de hogueras —murmuró Gared entre dientes bajando la vista.
Royce lo consideró un acatamiento y se dio media vuelta.
—Guíame —dijo a Will.
Will se abrió camino por un bosquecillo y ascendió por la ladera hasta el pequeño risco donde podía ocupar una posición ventajosa junto al árbol centinela. Bajo la capa fina de nieve, el terreno estaba húmedo y fangoso, resbaladizo, plagado de piedras y raíces ocultas con las que cualquiera podía tropezar. Will no hacía el menor ruido al avanzar. A su espalda, oía el suave tintineo de la cota de malla del joven señor, el crujir de las hojas y maldiciones entre dientes cada vez que la espada se le enredaba con las ramas y se le enganchaba la espléndida capa de marta.
El enorme centinela estaba justo en la cima del risco, donde Will recordaba, las ramas más bajas a menos de medio metro del suelo. Will se tendió de bruces sobre la nieve y el lodo, y se deslizó bajo ellas para espiar el claro desierto de abajo.
El corazón le dio un vuelco. Durante un instante no se atrevió ni a respirar. La luz de la luna iluminaba el claro, las cenizas de la hoguera, la tienda cubierta de nieve, la gran roca y el arroyuelo casi congelado. Todo estaba igual que unas horas antes.
Habían desaparecido. Todos los cadáveres habían desaparecido.
—¡Dioses! —oyó a su espalda. Ser Waymar Royce acababa de cortar una rama con la espada. Se encontraba junto al centinela, con el arma todavía empuñada y la capa ondeando al viento; las estrellas iluminaban el noble perfil que cualquiera podía ver.
—¡Agachaos! —susurró Will, apremiante—. Algo va mal.
Royce no se movió. Contempló el claro desierto al pie del risco, y dejó escapar una carcajada.
—Por lo visto tus cadáveres han levantado el campamento.
Will se había quedado mudo. Las palabras no le venían a la mente. Aquello era imposible. Recorrió una y otra vez el campamento con la mirada. Un hacha de combate enorme, de doble filo, seguía tirada donde la había visto la vez anterior. Un arma de gran valor...
—Ponte de pie, Will —ordenó Ser Waymar—. Ahí no hay nadie. No te quiero ver escondiéndote bajo un arbusto. —Will obedeció de mala gana. Ser Waymar lo miró con desaprobación—. No pienso fracasar en mi primera expedición y ser el hazmerreír del Castillo Negro. Encontraremos a esos hombres cueste lo que cueste. —Miró a su alrededor—. Sube a ese árbol. Venga, deprisa. A ver si divisas una hoguera.
Will se dio media vuelta sin decir nada. Era inútil discutir. El viento soplaba y se le clavaba en los huesos. Llegó junto al árbol, el centinela gris verdoso, y empezó a trepar. Ya tenía las manos pegajosas de savia antes de desaparecer entre las agujas. El miedo le atenazaba las entrañas como una comida mal digerida. Susurró una plegaria a los dioses sin nombre del bosque y sacó una daga de la vaina. Se la puso entre los dientes para seguir trepando con las dos manos. El sabor del hierro frío le proporcionó cierto consuelo.
De pronto, oyó la voz del joven señor al pie del árbol.
—¿Quién anda ahí?
Will detectó cierta inseguridad pese al tono desafiante. Se detuvo. Escuchó. Miró.
Los bosques le dieron la respuesta: el rumor de las hojas, el gélido discurrir del arroyo, el ulular lejano de un búho de las nieves...
Los Otros no hacían ruido.
Will divisó un movimiento por el rabillo del ojo. Unas sombras claras se deslizaban entre los árboles. Giró la cabeza y vio otra sombra blanca en la oscuridad. Desapareció al instante. El viento agitaba suavemente las ramas y hacía que se arañaran unas a otras con dedos de madera. Will tomó aliento para lanzar un grito de advertencia, pero las palabras se le congelaron en la garganta. Quizá estuviera equivocado. Quizá había sido sólo un pájaro, un reflejo sobre la nieve, un espejismo de la luz de la luna. Al fin y al cabo, ¿qué había visto?
—¿Dónde estás, Will? —preguntó Ser Waymar desde abajo—. ¿Ves algo? —Caminaba con cautela, de pronto alerta, espada en mano. Él también debía de haber advertido su presencia, aun sin verlos—. ¡Responde! ¿Por qué hace tanto frío? —añadió.
Era cierto, hacía mucho frío. Will, tiritando, se aferró todavía con más fuerza a la rama. Apretó la cara contra el tronco del centinela. Notó la savia dulce y pegajosa en la mejilla.
Una sombra surgió de la oscuridad del bosque. Se alzó ante Royce. Era alta, tan dura y flaca como los huesos viejos, con carne pálida como la leche. Su armadura parecía cambiar de color cada vez que se movía; en un momento dado era blanca como la nieve recién caída, al siguiente negra como las sombras, o salpicada del oscuro verde grisáceo de los árboles. Con cada paso que daba, los juegos de luces y sombras danzaban como la luz de la luna sobre el agua.
Will oyó cómo a Ser Waymar Royce se le escapaba el aliento en un sonido siseante.
—No te acerques más —dijo el joven señor.
Tenía la voz chillona como la de un niño. Se echó la larga capa de marta más hacia atrás sobre los hombros para tener libertad de movimiento en los brazos durante el combate, y agarró la espada con ambas manos. El viento había cesado. Hacía mucho, mucho frío.
El Otro se deslizó adelante con pasos silenciosos. Llevaba en la mano una espada larga que no se parecía a ninguna que Will hubiera visto en la vida. En su forja no había tomado parte metal humano alguno. Era un rayo de luna translúcido, una esquirla de cristal tan delgada que casi no se veía de canto. Aquella arma emitía un tenue resplandor azulado, una luz fantasmagórica que centelleaba en su filo, y sin saber por qué Will comprendió que era más cortante que cualquier hoja.
—Adelante si quieres, bailemos. —Ser Waymar le hizo frente con valentía.
Alzó la espada por encima de la cabeza, desafiante. Le temblaban las manos a causa del peso, o tal vez fuera por el frío. Pero Will pensó que en aquel momento ya no era un crío, sino un hombre de la Guardia de la Noche.
El Otro se detuvo. Will le vio los ojos; azules, más oscuros y más azules que ningún ojo humano, de un azul que ardía como el hielo. Miró la espada temblorosa sobre la cabeza de Ser Waymar y vio cómo la luz de la luna fluía por el metal. Durante un instante, se atrevió a albergar esperanzas.
Salieron de entre las sombras en silencio, todos idénticos al primero. Eran tres... cuatro... cinco... Quizá Ser Waymar llegó a sentir el frío que emanaba de ellos, pero no los vio, no oyó cómo se aproximaban. Will tenía que lanzar un grito de aviso. Era su deber. Y su muerte, si osaba hacerlo. Se estremeció, se aferró al árbol con más fuerza y guardó silencio.
La espada transparente hendió el aire.
Ser Waymar la detuvo con acero. Cuando las hojas chocaron, no se oyó el ruido de metal contra metal; tan sólo un sonido agudo, silbante, casi por encima del umbral de audición, como el grito de dolor de un animal. Royce paró el segundo golpe, y el tercero, y luego retrocedió un paso. Otro intercambio de golpes, y volvió a retroceder.
Tras él, a derecha e izquierda, los observadores aguardaban pacientes, silenciosos, sin rostro, el dibujo cambiante de sus delicadas armaduras los hacía casi invisibles en el bosque. Pero no hicieron ademán alguno de intervenir.
Las espadas chocaron una y otra vez, hasta que Will sintió deseos de taparse los oídos para protegerse del lamento angustioso que emitían. Ser Waymar jadeaba ya por el esfuerzo, el aliento le surgía en nubecillas blancas a la luz de la luna. La hoja de su espada estaba cubierta de escarcha; la del Otro brillaba con luz azul.
Entonces, el quite de Royce llegó un instante demasiado tarde. La hoja transparente le cortó la cota de malla bajo el brazo. El joven señor lanzó un grito de dolor. La sangre manó entre las anillas. Despedía vapor en medio de aquel frío, y las gotas eran rojas como llamas al llegar a la nieve. Ser Waymar se llevó la mano al costado. El guante de piel de topo quedó teñido de rojo.
El Otro dijo algo en un idioma que Will no conocía; la voz era como el crujido del hielo en un lago invernal, y las palabras sonaban burlonas.
—¡Por Robert! —gritó Ser Waymar Royce haciendo acopio de toda su furia.
Y se lanzó hacia delante con un rugido, blandiendo la espada escarchada con ambas manos y descargando todo su peso en un ataque en arco paralelo al suelo. El Otro paró el golpe con un movimiento casi casual.
Cuando las hojas se encontraron, el acero saltó en mil pedazos.
Un grito despertó ecos en el bosque nocturno, y los restos de la espada salieron disparados como una lluvia de agujas. Royce cayó de rodillas entre gritos, y se tapó los ojos. La sangre manó entre sus dedos.
Los observadores se adelantaron al unísono, como si les hubieran dado alguna señal. Las espadas se alzaron y descendieron en un silencio sepulcral. Fue una carnicería sin ira. Las hojas translúcidas hendían la cota de malla como si fuera seda. Will cerró los ojos. Bajo él, sonaban voces y risas agudas como carámbanos.
Cuando reunió el valor necesario para mirar de nuevo, ya había pasado mucho tiempo, y el risco estaba desierto.
Siguió entre las ramas, sin apenas atreverse a respirar, mientras la luna se deslizaba por el cielo negro. Por fin, con los músculos agarrotados y los dedos entumecidos por el frío, bajó del árbol.
El cadáver de Royce yacía de bruces en la nieve, con un brazo extendido. La gruesa capa de marta estaba desgarrada por mil sitios. Allí tendido, muerto, resultaba más obvio que nunca que era muy joven. Un niño.
Encontró a unos metros lo que quedaba de la espada, con la punta rota y retorcida como un árbol sobre el que hubiera caído un rayo. Will se arrodilló, miró a su alrededor con cautela y la recogió. La espada rota sería la prueba que necesitaba. Gared sabría qué significaba, y si no, lo sabría el viejo oso Mormont, o el maestre Aemon. ¿Seguiría Gared esperando con los caballos? Tenía que darse prisa.
Will se levantó. Ser Waymar Royce estaba de pie junto a él.
Sus ropas lujosas eran andrajos; el rostro, una máscara ensangrentada. Tenía un fragmento afilado de su espada clavado en la pupila blanca y ciega del ojo izquierdo.
El derecho estaba abierto. La pupila ardía con un brillo azul. Veía.
La espada rota se le cayó de los dedos. Will cerró los ojos para rezar. Unas manos largas y elegantes le acariciaron la mejilla y se cerraron en torno a su garganta. Iban enguantadas en piel de topo de la mejor calidad, y estaban pegajosas por la sangre, pero su roce era frío como el hielo.

CAPÍTULO I: BRAN
El día había amanecido fresco y despejado, con un frío vivificante que señalaba el final del verano. Se pusieron en marcha con la aurora para ver la decapitación de un hombre. Eran veinte en total, y Bran cabalgaba entre ellos, nervioso y emocionado. Era la primera vez que lo consideraban suficientemente mayor para acompañar a su padre y a sus hermanos a presenciar la justicia del rey. Corría el noveno año de verano, y el séptimo de la vida de Bran.
Habían sacado al hombre de un pequeño fortín de las colinas. Robb creía que se trataba de un salvaje, que había puesto su espada al servicio de Mance Rayder, el Rey-más-allá-del-Muro. A Bran se le ponía la carne de gallina sólo con pensarlo. Recordaba muy bien las historias que la Vieja Tata les había contado junto a la chimenea. Los salvajes eran crueles, les decía, esclavistas, asesinos y ladrones. Se apareaban con gigantes y con espíritus malignos, se llevaban a los niños de las cunas en mitad de la noche y bebían sangre en cuernos pulidos. Y sus mujeres yacían con los Otros durante la Larga Noche, para dar a luz espantosos hijos medio humanos.
Pero el hombre que vieron atado de pies y manos al muro del fortín, esperando la justicia del rey, era viejo y huesudo, poco más alto que Robb. Había perdido en alguna helada las dos orejas y un dedo, y vestía todo de negro, como un hermano de la Guardia de la Noche, aunque las pieles que llevaba estaban sucias y hechas jirones.
El aliento del hombre y el caballo se entremezclaban en nubes de vapor en la fría mañana cuando su señor padre hizo que cortaran las ligaduras que ataban al hombre al muro y lo arrastraran ante él. Robb y Jon permanecieron montados, muy quietos y erguidos, mientras Bran, a lomos de su poni, intentaba aparentar que tenía más de siete años y que no era la primera vez que veía algo así. Una brisa ligera sopló por la puerta del fortín. En lo alto ondeaba el estandarte de los Stark de Invernalia: un lobo huargo corriendo sobre un campo color blanco hielo.
El padre de Bran se erguía solemne a lomos de su caballo, con el largo pelo castaño agitado por el viento. Llevaba la barba muy corta, salpicada de canas, que le hacían parecer más viejo de los treinta y cinco años que tenía. Aquel día tenía una expresión adusta y no se parecía en nada al hombre que por las noches se sentaba junto al fuego y hablaba con voz suave de la edad de los héroes y los niños del bosque. Bran pensó que se había quitado la cara de padre y se había puesto la de Lord Stark de Invernalia.
En aquella mañana fría hubo preguntas y respuestas, pero más adelante Bran no recordaría gran cosa de lo que allí se había dicho. Al final, su señor padre dio una orden, y dos de los guardias arrastraron al hombre harapiento hasta un tocón de tamarindo en el centro de la plaza. Lo obligaron a apoyar la cabeza en la dura madera negra. Lord Stark desmontó y Theon Greyjoy, su pupilo, le llevó la espada. Se llamaba Hielo. Era tan ancha como la mano de un hombre y en posición vertical era incluso más alta que Robb. La hoja era de acero valyriano, forjada con encantamientos y negra como el humo. Nada tenía un filo comparable al acero valyriano.
Su padre se quitó los guantes y se los tendió a Jory Cassel, el capitán de la guardia de su casa. Blandió a Hielo con ambas manos.
—En nombre de Robert de la Casa Baratheon, el primero de su nombre, rey de los ándalos y los rhoynar y los primeros hombres, señor de los Siete Reinos y Protector del Reino; y por orden de Eddard de la Casa Stark, señor de Invernalia y Guardián del Norte, te sentencio a muerte.
Alzó el espadón por encima de su cabeza.
—Mantén controlado al poni —le dijo a Bran Jon Nieve, su hermano bastardo, acercándose a él—. Y no apartes la mirada. Padre se dará cuenta.
Bran mantuvo controlado al poni y no apartó la mirada.
Su padre le cortó la cabeza al hombre de un golpe, firme y seguro. La sangre, roja como el vino veraniego, salpicó la nieve. Uno de los caballos se encabritó y hubo que sujetarlo por las riendas para evitar que escapara al galope. Bran no podía apartar la vista de la sangre. La nieve que rodeaba el tocón la bebió con avidez y se tornó roja ante sus ojos.
La cabeza rebotó contra una raíz gruesa y siguió rodando. Fue a detenerse cerca de los pies de Greyjoy. Theon era un joven de diecinueve años, flaco y moreno, que se divertía con cualquier cosa. Se echó a reír, y dio una patada a la cabeza.
—Imbécil —murmuró Jon, en voz lo suficientemente baja para que Greyjoy no oyera el comentario. Puso una mano en el hombro de Bran, que alzó la vista hacia su hermano bastardo, y le dijo con solemnidad—: Lo has hecho muy bien.
Jon tenía catorce años, y ya había presenciado muchas veces la justicia.
Durante el largo camino de regreso a Invernalia parecía hacer más frío, aunque el viento ya había cesado y el sol brillaba alto en el cielo. Bran cabalgaba con sus hermanos, que iban a buena distancia por delante del grupo, aunque el poni tenía que esforzarse para mantener el paso de los caballos.
—El desertor murió como un valiente —dijo Robb. Era fuerte y corpulento, y parecía crecer a ojos vistas; tenía la piel clara de su madre, y también el pelo castaño rojizo y los ojos azules de los Tully de Aguasdulces—. Al menos tenía coraje.
—No —dijo Jon Nieve con voz tranquila—. Eso no era coraje. Estaba muerto de miedo. Se le veía en los ojos, Stark.
Los ojos de Jon eran de un gris tan oscuro que casi parecían negros, y se fijaban en todo. Tenía más o menos la edad de Robb, pero no se parecían en nada. Jon era esbelto y Robb musculoso, era moreno y Robb rubio, era ágil y ligero mientras que su medio hermano era fuerte y rápido.
—Que los Otros se lleven sus ojos —maldijo Robb sin mostrarse impresionado—. Murió como un hombre. ¿Una carrera hasta el puente?
—De acuerdo —asintió Jon espoleando su montura.
Robb soltó una maldición y salió disparado tras él, y galoparon juntos sendero abajo. Robb iba riendo y provocándolo, y Jon galopaba silencioso y concentrado. Los cascos de sus caballos levantaban nubes de nieve.
Bran no intentó seguirlos. El poni no podría mantener aquel paso. También él se había fijado en los ojos del hombre andrajoso, y estaba recordándolos. Al cabo de un rato, el sonido de las risas de Robb se perdió a lo lejos, y los bosques quedaron de nuevo en silencio.
Se encontraba tan inmerso en sus pensamientos que no oyó que el resto del grupo le había dado alcance hasta que su padre se adelantó para cabalgar junto a él.
—¿Te encuentras bien, Bran? —preguntó con tono que no carecía de dulzura.
—Sí, padre —le dijo Bran. Alzó la vista. Su señor padre, vestido en cuero y envuelto en pieles, a lomos de su gran caballo de guerra, se alzaba a su lado como un gigante—. Robb dice que ese hombre murió como un valiente, pero Jon opina que tenía miedo.
—Y a ti, ¿qué te parece?
—¿Un hombre puede ser valiente cuando tiene miedo? —preguntó Bran después de meditar un instante.
—Es el único momento en que puede ser valiente —dijo su padre—. ¿Comprendes por qué lo hice?
—Era un salvaje —dijo Bran—. Secuestran a las mujeres y las venden a los Otros.
—La Vieja Tata te ha estado contando historias otra vez —dijo su señor padre con una sonrisa—. La verdad es que ese hombre rompió su juramento, desertó de la Guardia de la Noche. No existe ser más peligroso. El desertor sabe que, si lo atrapan, se puede dar por muerto, así que no se detendrá ante ningún crimen por espantoso que sea. Pero no me has entendido. No te pregunto por qué el hombre debía morir, sino por qué tenía que ajusticiarlo yo en persona.
—El rey Robert tiene verdugos —dijo Bran, inseguro. No sabía la respuesta.
—Cierto —admitió su padre—. Igual que los reyes Targaryen, que reinaron antes que él. Pero nuestras costumbres son las antiguas. La sangre de los primeros hombres corre todavía por las venas de los Stark, y creemos que el hombre que dicta la sentencia debe blandir la espada. Si le vas a quitar la vida a un hombre, tienes un deber para con él, y es mirarlo a los ojos y escuchar sus últimas palabras. Si no soportas eso, quizá es que ese hombre no merece morir.
»Algún día, Bran, serás el banderizo de Robb, tendrás tierras propias y deberás defenderlas en nombre de tu hermano y de tu rey, y te corresponderá hacer justicia. Cuando llegue ese día, no te resultará grato, pero no debes apartar la vista. El gobernante que se esconde tras ejecutores a sueldo olvida pronto lo que es la muerte.
En aquel momento, Jon reapareció en la cima de la colina que se alzaba ante ellos.
—¡Padre, Bran, venid, deprisa! ¡Mirad lo que ha encontrado Robb! —les gritó agitando los brazos y volvió a desaparecer.
—¿Algún problema, mi señor? —preguntó Jory que se les había acercado cabalgando.
—No me cabe duda —respondió su padre—. Venga, vamos a ver qué nueva travesura se les ha ocurrido ahora a mis hijos.
Puso el caballo al trote. Jory, Bran y los demás lo siguieron. Robb estaba en el extremo norte del puente y Jon seguía a caballo, a su lado. Las nevadas de las postrimerías del verano habían sido copiosas aquella última luna. Robb estaba hundido hasta las rodillas en la nieve; se había echado la capucha hacia atrás y el sol le arrancaba reflejos del pelo. Acunaba algo en el brazo, y los dos chicos hablaban en susurros emocionados.
Los jinetes avanzaron con cautela entre los ventisqueros, siempre buscando los puntos firmes en aquel terreno oculto y desigual. Jory Cassel y Theon Greyjoy fueron los primeros en llegar junto a los chicos. Greyjoy reía y bromeaba mientras cabalgaba. Bran oyó su exclamación ahogada.
—¡Dioses! —se le escapó a Greyjoy, mientras trataba de controlar a su caballo y al mismo tiempo desenvainar la espada.
—¡Aléjate de eso, Robb! —gritó Jory, que ya la había empuñado, con la montura encabritada.
—No te hará daño, Jory —dijo Robb con una sonrisa mientras alzaba la vista del bulto que llevaba en brazos—. Está muerta.
Para entonces Bran ya estaba consumido de curiosidad. Habría espoleado al poni, pero su padre lo obligó a desmontar junto al puente para acercarse a pie. Bran se bajó de un salto y echó a correr.
Jon, Jory y Theon Greyjoy ya habían desmontado también.
—Por los siete infiernos, ¿qué es eso? —preguntó Greyjoy.
—Un lobo —le dijo Robb.
—Un monstruo —replicó Greyjoy—. ¡Qué tamaño!
El corazón de Bran latía a toda velocidad. Avanzó por un ventisquero que le llegaba a la cintura para ir junto a su hermano.
Había una forma muerta, enorme y oscura, semienterrada en la nieve manchada de sangre. El tupido pelaje gris estaba lleno de cristales de hielo, y el hedor de la corrupción lo envolvía como el perfume de una mujer. Bran divisó unos ojos ciegos en los que reptaban los gusanos y una boca grande llena de dientes amarillentos. Pero lo que más lo impresionó fue el tamaño que tenía. Era más grande que su poni, el doble que el mayor sabueso de las perreras de su padre.
—No es ningún monstruo —dijo Jon con calma—. Es una loba huargo. Son mucho más grandes que los otros lobos.
—Hace doscientos años que no se ve un lobo huargo al sur del Muro —dijo Theon Greyjoy.
—Pues ahora estoy viendo uno —replicó Jon.
Bran consiguió apartar los ojos del monstruo. Solamente en aquel momento advirtió el bulto en brazos de Robb. Dejó escapar un grito de emoción y se acercó. El cachorro no era más que una bolita de pelaje gris negruzco, todavía no había abierto los ojos. Hociqueaba a ciegas contra el pecho de Robb, buscando leche entre los pliegues de cuero de sus ropas, sin dejar de gimotear. Bran extendió la mano, titubeante.
—Vamos —le dijo Robb—. Tócalo, no pasa nada.
Bran hizo una caricia rápida y nerviosa al cachorro, y se volvió al oír la voz de Jon.
—Toma. —Su medio hermano le puso un segundo cachorro en los brazos—. Hay cinco.
Bran se sentó en la nieve y apretó al cachorro contra el rostro. Tenía un pelaje suave y cálido que le acariciaba la mejilla.
—Lobos huargos en el reino, después de tantos años —murmuró Hullen, el caballerizo mayor—. Esto no me gusta.
—Es una señal —dijo Jory.
—No es más que un animal muerto, Jory —dijo el padre de los niños con el ceño fruncido. Parecía preocupado. La nieve crujió bajo sus botas cuando caminó en torno al cuerpo—. ¿Qué la mató?
—Tiene algo en la garganta —señaló Robb, orgulloso de haber dado con la respuesta aun antes de que su padre formulara la pregunta—. Ahí, justo debajo de la mandíbula.
Su padre se arrodilló y palpó bajo la cabeza de la bestia. Dio un tirón, y alzó el objeto para que los demás lo vieran. Era un fragmento de dos palmos de asta de venado, ya sin puntas, empapado en sangre.
Se hizo un silencio repentino en el grupo. Los hombres contemplaron el asta, intranquilos, y ninguno se atrevió a decir nada. Hasta Bran se dio cuenta de que tenían miedo, aunque no comprendía por qué.
—Es increíble que viviera lo suficiente para parir —dijo su padre mientras tiraba a un lado el asta y se limpiaba las manos en la nieve. Su voz rompió el hechizo.
—Quizá no vivió tanto —dijo Jory—. Se dice... A lo mejor ya estaba muerta cuando nacieron los cachorros.
—Nacidos de la muerte —intervino otro hombre—. Peor suerte aún.
—No importa —dijo Hullen—. Pronto estarán muertos ellos también.
Bran dejó escapar un grito de consternación.
—Cuanto antes mejor —asintió Theon Greyjoy y desenvainó la espada—. Trae aquí a esa bestia, Bran.
—¡No! —exclamó Bran con ferocidad. El animalito se había apretado contra él como si pudiera oír y comprender—. ¡Es mío!
—Aparta esa espada, Greyjoy —dijo Robb. Por un momento, su voz sonó tan imperiosa como la de su padre, como la del señor que sería algún día—. Nos vamos a quedar con los cachorros.
—Es imposible, chico —dijo Harwin, que era hijo de Hullen.
—Les haremos un favor matándolos —dijo Hullen.
Bran alzó la vista hacia su padre, implorante, pero sólo encontró un ceño fruncido.
—Lo que dice Hullen es verdad, hijo. Es mejor una muerte rápida que agonizar de frío y hambre.
—La perra de Ser Rodrik parió otra vez la semana pasada —dijo Robb, que se resistía, testarudo—. Fue una camada pequeña, sólo vivieron dos cachorros. Tendrá leche de sobra.
—Los matará en cuanto intenten mamar.
—Lord Stark —intervino Jon. Resultaba extraño que se dirigiera a su padre de manera tan formal. Bran lo miró, aferrándose a aquella última esperanza—. Hay cinco cachorros —siguió—. Tres machos y dos hembras.
—¿Y qué, Jon?
—Tenéis cinco hijos legítimos. Tres chicos y dos chicas. El lobo huargo es el emblema de vuestra Casa. Estos cachorros están destinados a vuestros hijos, mi señor.
Bran vio cómo cambiaba la expresión de su padre, vio las miradas que intercambiaban el resto de los hombres. En aquel momento quiso a Jon con todo su corazón. Pese a sus siete años, comprendió qué había hecho su hermano. Las cuentas cuadraban sólo porque Jon se había excluido. Había incluido a las niñas, incluso a Rickon, que era sólo un bebé, pero no al bastardo que llevaba el apellido Nieve que, según dictaba la costumbre, debían tener en el norte todos los desafortunados que nacían sin apellido propio.
—¿No quieres un cachorro para ti, Jon? —preguntó con voz amable su padre, que también lo había comprendido.
—El lobo huargo ondea en el estandarte de la Casa Stark —señaló Jon—. Yo no soy un Stark, padre.
Su señor padre miró a Jon, pensativo. Robb se apresuró a romper el silencio que reinaba.
—Yo alimentaré al mío en persona, padre —prometió—. Empaparé un trapo en leche caliente para que la chupe.
—¡Yo también! —se apresuró Bran.
—Resulta fácil de decir, pero veréis que hacerlo no lo es tanto —dijo el padre después de estudiar larga y atentamente a sus hijos—. No permitiré que los criados pierdan el tiempo con esto. Si queréis a esos cachorros, los tendréis que alimentar vosotros. ¿Entendido? —Bran asintió a toda prisa. El cachorro se le retorcía entre los brazos y le lamía el rostro con una lengua cálida—. También tendréis que educarlos —siguió su padre—. Es imprescindible que los entrenéis. El encargado de los perros no querrá saber nada de estos monstruos, os lo aseguro. Y que los dioses os ayuden si los descuidáis, si los tratáis mal o si no los entrenáis. No son perros, no os harán carantoñas para conseguir comida, ni se marcharán si les dais una patada. Un lobo huargo es capaz de arrancarle el brazo a un hombre tan fácilmente como un perro mata una rata. ¿Seguro que queréis esa responsabilidad?
—Sí, padre —dijo Bran.
—Sí —asintió Robb.
—Y pese a todo lo que hagáis, los cachorros quizá mueran.
—No se morirán —dijo Robb—. No lo permitiremos.
—Entonces, os los podéis quedar. Jory, Desmond, recoged el resto de los cachorros. Ya es hora de que volvamos a Invernalia.
Sólo cuando estuvieron de nuevo a caballo y en marcha se permitió Bran disfrutar del dulce sabor de la victoria. Llevaba al cachorro entre los pliegues de las prendas de cuero para darle calor y protegerlo en la larga cabalgada de vuelta a casa. Se preguntaba qué nombre le iba a poner.
En mitad del puente, Jon se detuvo de pronto.
—¿Qué pasa, Jon? —preguntó su señor padre.
—¿No lo oís?
Bran oía el viento entre los árboles, el sonido de los cascos de los caballos contra los tablones de tamarindo, y los gemidos de su cachorro hambriento, pero Jon parecía percibir algo más.
—Ya lo tengo —añadió Jon.
Hizo girar al caballo y galopó de vuelta por el puente. Lo vieron desmontar en la nieve junto a la loba muerta y cómo se arrodillaba. Un momento después regresó cabalgando hacia ellos. Sonreía.
—Éste se debió de alejar de los demás —dijo.
—O lo echaron —replicó su padre, con los ojos clavados en el sexto cachorro.
Tenía el pelaje blanco, mientras que el resto de los cachorros de la camada eran grises. Los ojos eran tan rojos como la sangre del hombre harapiento que había muerto aquella mañana. A Bran le pareció muy extraño que ya los tuviera abiertos, mientras que los demás aún seguían ciegos.
—Un albino —dijo Theon Greyjoy, burlón—. Éste morirá antes incluso que los demás.
—No, Greyjoy —dijo Jon lanzando una mirada gélida al pupilo de su padre—. Éste es mío.

CAPÍTULO II: CATELYN
A Catelyn nunca le había gustado aquel bosque de dioses.
La sangre Tully le corría por las venas, había nacido y se había criado en Aguasdulces, muy al sur, en el Forca Roja del Tridente. Allí el bosque de dioses era un jardín alegre y despejado, en el que las altas secuoyas proyectaban sombras sobre las aguas de arroyuelos cristalinos, los pájaros cantaban desde sus nidos escondidos y el aroma de las flores impregnaba el aire.
Los dioses de Invernalia tenían un bosque muy diferente. Era un lugar oscuro y primitivo, tres acres de árboles viejos que nadie había tocado en miles de años, mientras el castillo se alzaba a su alrededor. Olía a tierra húmeda y a putrefacción. Allí no crecían las secuoyas. Era un bosque de recios árboles centinela parapetados tras agujas color verde grisáceo, robles imponentes y tamarindos tan viejos como el propio reino. Allí los gruesos troncos negros estaban muy juntos, y las ramas retorcidas tejían una techumbre tupida, mientras las raíces deformes se entrelazaban bajo la tierra. El silencio y las sombras imperaban, y los dioses de aquel bosque no tenían nombres.
Pero sabía que allí era donde estaría su esposo aquella noche. Siempre que le quitaba la vida a un hombre, buscaba la tranquilidad del bosque de dioses.
Catelyn había sido ungida con los siete óleos y había recibido su nombre en el arco iris de luz que llenaba el sept de Aguasdulces. Profesaba la Fe, igual que su padre, que su abuelo y que el padre de su abuelo antes de ellos. Sus dioses tenían nombres y unos rostros que le eran tan familiares como los de sus progenitores. El culto consistía en un septon con un incensario, el olor del incienso, un cristal de siete facetas lleno de luz y voces que entonaban cánticos. Los Tully tenían un bosque de dioses, como todas las grandes casas, pero no era más que un lugar por donde pasear, leer o tomar el sol. El culto quedaba reservado para el sept.
Ned había hecho construir para ella un pequeño sept donde pudiera cantar a las siete caras de dios, pero la sangre de los primeros hombres corría aún por las venas de los Stark, sus dioses eran antiguos, eran los dioses sin rostro y sin nombre de la espesura, los mismos a los que habían adorado los niños del bosque.
En medio del bosquecillo, un arciano viejísimo se alzaba junto a un estanque pequeño de aguas negras y frías. Ned lo llamaba «el árbol corazón». La madera del arciano era blanca como el hueso, con hojas de un rojo oscuro que pendían como un millar de manos ensangrentadas. En el tronco había una cara tallada, con rasgos alargados y melancólicos, y los ojos enrojecidos de savia seca, extrañamente atentos. Aquellos ojos eran viejos, muy viejos; más viejos que la mismísima Invernalia. Habían visto el día en que Brandon el Constructor puso la primera piedra, si se podía dar crédito a las historias. Habían presenciado cómo los muros de granito se alzaban en torno a ellos. Se decía que los niños del bosque habían tallado las caras en los árboles durante el amanecer, siglos antes de que los primeros hombres llegaran procedentes de la otra orilla del mar Angosto.
Hacía mil años que habían talado o quemado los últimos arcianos del sur, a excepción de los de la Isla de los Rostros, donde los hombres verdes montaban guardia silenciosos. Allí, tan al norte, todo era diferente. Había un bosque de dioses en cada castillo, y un árbol corazón en cada bosque de dioses, y una cara tallada en cada árbol corazón.
Catelyn encontró a su esposo sentado en una roca cubierta de musgo, bajo las ramas del arciano. Tenía el espadón Hielo sobre las rodillas, y estaba limpiando la hoja en aquellas aguas negras como la noche. El mantillo milenario que cubría como una gruesa alfombra el suelo del bosque de dioses devoraba el sonido de sus pasos, pero los ojos rojos del arciano parecían seguirla mientras se acercaba.
—Ned —lo llamó con suavidad.
—Catelyn —dijo su esposo alzando la vista hacia ella. Su voz era distante, formal—. ¿Dónde están los niños?
Siempre le preguntaba lo mismo.
—En la cocina, discutiendo cómo van a llamar a los cachorros. —Se quitó la capa, la tendió sobre el mantillo del bosque, y se sentó con la espalda apoyada contra el arciano—. Arya adora a la suya y Sansa también está encantada, pero Rickon no lo termina de ver claro.
—¿Tiene miedo? —preguntó Ned.
—Un poco —admitió—. Sólo tiene tres años.
—Debe aprender a enfrentarse a sus miedos. —Ned frunció el ceño—. No va a tener tres años toda la vida. Y se acerca el invierno.
—Es verdad —asintió Catelyn.
Aquellas palabras le provocaron un escalofrío, como siempre. Eran el lema de los Stark. Todas las familias nobles tenían un lema. Y esas consignas familiares, piedras de toque, aquella especie de plegarias, eran alardes de honor y gloria, promesas de lealtad y sinceridad, juramentos de valor y fidelidad... Todos menos el de los Stark. El lema de los Stark era: «Se acerca el Invierno». Catelyn reflexionó sobre lo extraños que eran aquellos norteños. No era la primera vez que lo hacía.
—He de reconocer que ese hombre murió bien —dijo Ned. Tenía en la mano un retal de cuero engrasado. Mientras hablaba, lo pasaba con suavidad por la hoja del espadón, haciendo que el metal cobrara un brillo oscuro—. Me alegré por Bran. Habrías estado orgullosa de él.
—Siempre me enorgullezco de Bran —señaló Catelyn.
No apartaba la vista de la espada. Se veían claramente las ondulaciones del interior del acero, donde el metal fuera plegado cien veces sobre sí mismo en la forja. A Catelyn no le gustaban las espadas, pero era innegable que Hielo poseía una belleza propia. La habían forjado en Valyria, antes de que la Condenación cayera sobre el antiguo Feudo Franco, donde los herreros trabajaban el metal tanto con hechizos como con martillos. Hielo tenía cuatrocientos años y conservaba el filo del día en que la forjaron. Su nombre era aún más antiguo, un legado de la edad de los héroes, cuando los Stark eran los Reyes en el Norte.
—Con el de hoy van cuatro este año —dijo Ned, sombrío—. El pobre estaba medio loco. Algo le inspiraba un miedo tan profundo que ni me entendía cuando le hablaba. —Suspiró—. Ben me ha escrito, dice que la Guardia de la Noche tiene ahora menos de mil miembros. No son sólo las deserciones. Últimamente también están perdiendo hombres en las expediciones.
—¿Será por los salvajes?
—Estoy seguro. —Ned alzó a Hielo, y contempló la longitud del frío acero—. Y esto irá a peor. Puede que llegue el día en que no nos quede más remedio que llamar a nuestros banderizos y cabalgar hacia el norte para encargarnos de una vez por todas de ese Rey-más-allá-del-Muro.
—¿Ir fuera del Muro? —La sola idea hizo que Catelyn se estremeciera.
—No tenemos nada que temer de Mance Rayder —dijo Ned, que había visto el temor dibujado en su rostro.
—Más allá del Muro hay cosas aún peores.
Volvió la vista para contemplar el árbol corazón, con la corteza clara y los ojos rojos, que los observaba, los escuchaba, que parecía pensar con lentitud.
—Pasas demasiado tiempo escuchando los cuentos de la Vieja Tata. —Él sonrió con cariño—. Los Otros están tan muertos como los niños del bosque, hace ocho mil años que desaparecieron. En opinión del maestre Luwin, no existieron nunca. Nadie los ha visto jamás.
—Hasta esta mañana nadie había visto jamás un lobo huargo —le recordó Catelyn.
—No escarmiento, a estas alturas ya debería saber que no se puede discutir con una Tully —dijo con sonrisa pesarosa. Deslizó a Hielo dentro de su vaina—. No habrás venido hasta aquí a contarme historias de miedo, ¿verdad? Ya sé que este lugar no te gusta. ¿De qué se trata, mi señora?
—Hoy hemos recibido noticias amargas, mi señor. —Catelyn tomó la mano de su esposo—. No he querido molestarte hasta que no te hubieras aseado. —No había manera de suavizar el golpe, así que se lo dijo directamente—. Lo siento mucho, mi amor. Jon Arryn ha muerto.
Lo miró a los ojos, y vio cuán duro era el golpe, como había supuesto que sería. En su juventud, Ned había estado como pupilo en el Nido de Águilas, y Lord Arryn, que no tenía hijos, había sido como un padre para él y para su otro pupilo, Robert Baratheon. Cuando el rey loco Aerys II Targaryen pidió sus cabezas, el señor del Nido de Águilas alzó en una revuelta a sus banderizos de la luna y el halcón, antes que entregar a aquellos a los que había jurado proteger.
Y, hacía ahora quince años, este segundo padre se había convertido también en su cuñado, cuando Ned y él se casaron al mismo tiempo con dos hermanas, las hijas de Lord Hoster Tully, en el sept de Aguasdulces.
—Jon... —dijo él—. ¿Está confirmada la noticia?
—La carta llevaba el sello real, y era del puño y letra de Robert. Te la he guardado. Dice que la muerte de Lord Arryn fue muy rápida. Ni siquiera el maestre Pycelle pudo hacer nada, aparte de darle la leche de la amapola para que no sufriera.
—Algo es algo —suspiró. Catelyn veía el dolor reflejado en su rostro, pero aun así Ned pensó primero en ella—. ¿Y tu hermana? —preguntó—. ¿Y el hijo de Jon? ¿Qué sabemos de ellos?
—El mensaje decía sólo que se encontraban bien, y que habían vuelto al Nido de Águilas —dijo Catelyn—. Yo preferiría que hubieran ido a Aguasdulces. El Nido está tan arriba, es tan solitario... Además, fue siempre el hogar de Jon, no el de mi hermana. El recuerdo de su esposo estará en cada piedra. La conozco bien. Necesita el consuelo y el apoyo de su familia y amigos.
—Tu tío está en el Valle, ¿no? Tengo entendido que Jon lo nombró Caballero de la Puerta.
—Brynden hará todo lo que pueda por ella y por el niño —asintió Catelyn—. Eso me tranquiliza un poco, pero...
—Ve con ella —le pidió Ned—. Llévate a los niños. Animad los salones con ruido, con gritos, con risas. Su hijo necesita la compañía de otros niños, y no podemos dejar sola a Lysa en estos momentos.
—Ojalá pudiera seguir tu consejo —dijo Catelyn—. La carta traía otras noticias. El rey está de camino hacia Invernalia, viene a buscarte.
Ned tardó un momento en entender qué le decía, pero cuando lo comprendió desapareció la nube que le oscurecía los ojos.
—¿Robert viene hacia aquí?
Catelyn asintió, y el rostro de su esposo se iluminó con una sonrisa.
A ella le habría gustado compartir su alegría. Pero había escuchado las habladurías en los patios: una loba huargo muerta en la nieve, con un asta rota en la garganta. El miedo le atenazaba el estómago como una serpiente que se le enroscara en las entrañas, pero se obligó a sonreír para aquel hombre al que amaba, aquel hombre que no creía en los presagios.
—Ya me imaginaba que te alegrarías —dijo—. Tenemos que avisar a tu hermano, que está en el Muro.
—Desde luego —asintió Ned—. Ben no se lo perdería por nada del mundo. Le diré al maestre Luwin que envíe su pájaro más veloz. —Ned se levantó y la ayudó a ponerse en pie—. Ese hijo de... ¿Cuántos años han pasado? ¿Y no se le ocurre avisarnos con más antelación? ¿Decía el mensaje cuántas personas venían en el grupo?
—Calculo que, como mínimo, cien caballeros, con todos sus criados, y por lo menos cincuenta jinetes libres. También vienen Cersei y los niños.
—Robert querrá que vayan cómodos, no forzará mucho la marcha —dijo él—. Mejor, así tendremos más tiempo para los preparativos.
—Con el grupo viajan también los hermanos de la reina.
Ned hizo una mueca. No sentía el menor afecto hacia la familia de la reina, y era recíproco. Catelyn lo sabía muy bien. Los Lannister de Roca Casterly se habían unido muy tarde a la causa de Robert, cuando la victoria ya estaba asegurada, y eso no se lo había perdonado jamás.
—En fin, si por el placer de tener aquí a Robert tengo que pagar soportando una plaga de Lannisters, qué le vamos a hacer. Por lo visto Robert se trae a la mitad de su corte.
—A donde va el rey, el reino lo sigue —señaló Catelyn.
—Tengo muchas ganas de ver a los chiquillos. El pequeño todavía mamaba del pecho de la Lannister la última vez que nos encontramos. Ahora debe de tener ya cinco años, ¿no?
—El príncipe Tommen ha cumplido ya los siete. Tiene la edad de Bran. Por favor, Ned, cuidado con lo que dices. La Lannister es nuestra reina, y se dice que su orgullo crece con cada día que pasa.
—Tenemos que organizar un banquete con trovadores —dijo Ned apretándole la mano—, faltaría más, y seguro que Robert quiere salir de caza. Enviaré a Jory hacia el sur con una guardia de honor para que los reciba en el camino real y les proporcione escolta hasta aquí. Dioses, ¿cómo vamos a dar de comer a tanta gente? ¿Y ya están en camino? Ese condenado... Voy a darle de patadas en su culo de rey.

2 comentarios:

Laberinto de libros dijo...

Tiene muy buena pinta!Me lo apunto!Saludos!

Skila dijo...

@Laberinto de libros: ¡Te lo recomiendo muchísimo! Sin duda, mi saga favorita. Muchos besos.