sábado, 11 de diciembre de 2010

Primeros capítulos de "El valle de los lobos"


¡Hola, bloggeros! Hoy os traigo los dos primeros capítulos de un libro que me recomendasteis en la encuesta que os dejé en la sidebar, y que he empezado a leer: la primera parte de Crónicas de la Torre: El valle de los lobos, de Laura Gallego. De momento sólo llevo esto que os he dejado aquí, pero ya me ha enganchado.

CAPÍTULO I: Kai
EL VIENTO AZOTABA sin piedad las ramas de los árboles, y su terrible rugido envolvía implacablemente la granja, que soportaba las sacudidas con heroísmo, dejando escapar sólo algún crujido ocasional en las embestidas más fuertes. El cielo estaba totalmente despejado, pero no había luna, y ello hacía que la noche fuera especialmente oscura.
Los habitantes de la casa dormían tranquilos. Había habido otras noches como aquélla en su inhóspita tierra, y sabían que el techo no se desplomaría sobre sus cabezas. Sin embargo, los animales sí estaban inquietos. Su instinto les decía que aquélla no era una noche como las demás.
Tenían razón.
Justo cuando las paredes de la casa volvían a gemir quejándose de la fuerza del viento, un repentino grito rasgó los sonidos de la noche.
Y pronto la granja entera estaba despierta, y momentos más tarde un zagal salía disparado hacia el pueblo, con una misión muy concreta: su nuevo hermano estaba a punto de nacer, y había que avisar a la comadrona lo antes posible.
En la casa reinaba el desconcierto. La madre no tenía que dar a luz hasta dos meses después, y, además, sus dolores estaban siendo más intensos de lo habitual. Ella era la primera asustada: había traído al mundo cinco hijos antes de aquél, pero nunca había tenido que sufrir tanto. Algo no marchaba bien, y pronto en la granja se temió por la vida de la mujer y su bebé.
Cuando más tarde la comadrona llegó resoplando todos se apresuraron a cederle paso y a dejarla a solas con la parturienta, tal y como ella exigió. La puerta se cerró tras las dos mujeres.
Fuera, el tiempo parecía hacerse eterno, y la tensión podría haberse cortado con un cuchillo, hasta que finalmente un llanto sacudió las entrañas de la noche, desafiando al rugido del viento.
--¡Mi hijo! -gritó el padre, y se precipitó dentro de la habitación.
La escena que lo recibió lo detuvo en seco a pocos pasos de la cama. La madre seguía viva; agotada y sudorosa, pero viva. A un lado, la comadrona alzaba a la llorosa criatura entre sus brazos y la miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro.
Era una niña de profundos ojos azules y cuerpecillo diminuto y arrugado. Un único mechón de cabello negro adornaba una cabeza que parecía demasiado grande para ella.
--¿Qué pasa? -preguntó la madre, intuyendo que algo no marchaba bien-. ¿No está sana?
Ninguna de las tres prestaba atención al hombre que acababa de entrar. La vieja se estremeció, pero se apresuró a tranquilizarla:
--La niña está bien.
Jamás contó a nadie lo que había visto en aquella mirada azul que se asomaba por primera vez al mundo.


La llamaron Dana, y creció junto a sus hermanos y hermanas como una más. Aprendía las cosas con rapidez y realizaba sus tareas con diligencia y sin protestar. Como la supervivencia de la familia invierno tras invierno dependía del trabajo conjunto de todos sus miembros, la niña pronto supo cuál era su lugar y entendió la importancia de lo que hacía.
Nunca la trataron de forma especial y, sin embargo, todos podían ver que ella era diferente.
Lo notaron en su carácter retraído y en su mirada grave y pensativa. Además, prefería estar sola a jugar con los otros niños, era sigilosa como un gato y apenas hablaba.
Hasta que conoció a Kai.
Dana tenía entonces seis años. Aquél era un día especialmente caluroso, y ella se había levantado temprano para acabar su trabajo cuanto antes y poder pasar sentada a la sombra las horas de más sol. Estaba recogiendo frambuesas para hacer mermelada cuando sintió que había alguien tras ella, y se giró.
--Hola -dijo el niño.
Se había sentado sobre la valla, y la miraba sonriendo. Dana no lo había oído llegar.
Tendría aproximadamente su edad, pero la niña no recordaba haberle visto por los alrededores, así que lo estudió con atención. Estaba muy delgado, y el pelo rubio le caía sobre los hombros en mechones desordenados. Con todo, sus ojos verdes brillaban amistosos, y en su sonrisa había algo que inspiraba confianza.
Sin embargo, Dana no respondió al saludo, sino que dio media vuelta y siguió con su trabajo.
--Me llamo Kai -dijo el niño a sus espaldas.
Dana se volvió de nuevo para mirarle. Él sonrió otra vez. Ella dudó.
--Yo soy Dana -dijo finalmente, y sonrió también.
Aquél fue el comienzo de una gran amistad.
Al principio se veían muy de cuando en cuando. Era él quien visitaba la granja, y Dana nunca le preguntó dónde vivía, o quiénes eran sus padres. Kai estaba allí, y eso era suficiente.
Con el tiempo empezaron a verse todos los días. Kai aparecía temprano por la mañana para ayudarla con su trabajo: así acababa antes, y tenía más tiempo libre hasta la hora de comer.
Entonces corrían los dos al bosque, entre risas, y se perdían en él. Kai le enseñaba mil cosas que ella no sabía, y juntos silbaban a los pájaros, espiaban a los ciervos, trepaban a los árboles más altos y exploraban los rincones más ocultos, bellos y salvajes de la floresta.
Un día estaban charlando en el establo mientras daban de comer a los caballos, cuando los sorprendieron la madre y la hermana mayor de Dana, que volvían del campo, donde estaban todos los adultos ayudando en la siembra.
--¿Con quién hablas, Dana? -le preguntó la madre, sorprendida.
--Con Kai -respondió ella, y se volvió hacia su amigo; pero descubrió con sorpresa que él ya no estaba allí.
--¿Quién es Kai? -quiso saber la madre, intrigada.
Entonces Dana cayó en la cuenta de que, en todo aquel tiempo, nunca le había hablado a su familia de Kai, ni ellos le habían visto, porque siempre se presentaba cuando ella estaba sola.
La niña se giró en todas direcciones y llamó a su escurridizo amigo, pero no hubo respuesta.
--¡Estaba aquí hace un momento! -exclamó al ver la expresión de su madre.
Ella movió la cabeza con un suspiro, y su hermana se rió. Dana quiso añadir algo más, pero no pudo; se quedó mirando cómo ambas mujeres salían del establo para entrar en la casa.
Aquélla fue la primera vez que Dana se enfadó con Kai. Primero lo buscó durante toda la mañana, pensando reprocharle el haberse marchado tan de improviso, pero no lo encontró. Esperó en vano toda la tarde a que él se presentase de nuevo, y después decidió que, si volvía a aparecer, no le dirigiría la palabra.
Sin embargo, al amanecer del día siguiente, Kai estaba allí, puntual como siempre, sentado sobre la valla y con una alegre sonrisa en los labios.
Dana salió de la casa después del desayuno, también como siempre. Pero pasó frente a Kai sin mirarle, y se dirigió al gallinero ignorándole por completo, como si no existiese.
El niño fue tras ella.
--¿Qué te pasa? -preguntó-. ¿Estás enfadada?
Dana no respondió. Con la cesta bajo el brazo, comenzó a recoger los huevos sin hacerle caso.
Al principio Kai la siguió sin saber muy bien qué hacer. Después, resueltamente, se puso a coger huevos él también, y a depositarlos en la cesta, como venía haciendo todas las mañanas. Dana le dejó hacer, pero se preguntó entonces, por primera vez, si Kai no tenía una granja en la que ayudar, ni unos padres que le dijesen el trabajo que debía realizar. Pero, como seguía enfadada, no formuló la pregunta en voz alta.
--Lo siento, Dana -susurró Kai entonces, y su voz sonó muy cerca del oído de la niña.
--Desapareciste sin más -lo acusó ella-. Me hiciste quedar mal delante de mi madre y mi hermana. ¡Pensaron que les estaba mintiendo!
--Lo siento -repitió él, y el tono de su voz era sincero; pero Dana necesitaba saber más.
--¿Por qué lo hiciste?
--Era mejor.
--¿Por qué?
Kai parecía incómodo y algo reacio a continuar la conversación.
--Ellos no saben que eres mi amigo -prosiguió Dana-. ¿Es que no quieres conocer a mi familia?
--No es eso -Kai no sabía cómo explicárselo-. Es mejor que no les hables de mí. Que no sepan que estoy aquí.
--¿Por qué?
Kai no respondió enseguida, y la imaginación de Dana se disparó. ¿Qué sabía de él, en realidad? ¡Nada! ¿Y si se había escapado? ¿Y si era un ladrón, o algo peor?
Rechazó aquellos pensamientos rápidamente. Sabía que Kai era buena persona. Sabía que podía confiar en él.
¿Realmente, lo sabía?
Miró fijamente a Kai, pero el niño parecía muy apurado.
--Confía en mí -le dijo-. Es mucho mejor que no sepan nada de mí. Mejor para los dos.
--¿Por qué? -repitió ella.
--Algún día te lo contaré -le prometió Kai-. Pero aún es pronto. Por favor, confía en mí.
Dana lo quería demasiado como para negarle aquello, de modo que no hizo más preguntas.
Pero en su corazón se había encendido la llama de la duda.


Las estaciones pasaron rápidamente; Dana creció casi sin darse cuenta, y Kai con ella. A los ocho años ya no era un niño enclenque, sino un muchacho saludable y bien formado, mientras que Dana se hizo más alta y espigada, y sus trenzas negras como el ala de un cuervo le llegaban a la cintura.
Seguían siendo amigos, y pasando la mayor parte del tiempo juntos. Y Dana no podía dejar de sorprenderse cada vez que pensaba que ella era la única en la granja que conocía la existencia de Kai. A veces había tratado de preguntarle quién era, de dónde venía, por qué tanto secreto; pero él respondía con evasivas o cambiaba de tema.
Hasta que un día los acontecimientos se precipitaron.
Amaneció nublado. Después de realizar sus tareas cotidianas, Dana y Kai corrieron a su refugio en el bosque.
Aquel día se entretuvieron más de la cuenta, siguiendo a un venado y espiando a la nueva carnada de oseznos que ya trotaba tras su madre por la maleza. Al no tener la referencia del sol, a Dana se le pasó el tiempo rápidamente. Además, se había inflado a comer moras silvestres, así que esta vez ni siquiera su estómago le dio la voz de alarma.
Cuando quiso darse cuenta estaba ya anocheciendo. Se despidió de Kai precipitadamente y echó a correr. El niño la vio marchar, muy serio, pero no la siguió.
Dana atravesó el bosque enredándose con los arbustos, tropezando con las raíces y apartando las ramas a manotazos, sin importarle los arañazos, raspones y magulladuras que marcaban su piel. Cuando salió a campo abierto la última uña de sol se ocultaba por el horizonte.
Cruzó la pradera como un rayo y saltó la empalizada de la granja mientras las primeras estrellas empezaban a tachonar el cielo, semiocultas por los últimos jirones del manto de nubes que había velado el sol todo el día.
Llegó a la puerta de su casa sin aliento. Apenas acababa de ponerse el sol, pero ella llevaba fuera desde bien entrada la mañana, y no había aparecido por la granja para comer, ni había participado en la recolección de tomates por la tarde.
Cuando entró en la casa, jadeante pero encogida por el temor ante una reprimenda, se quedó en la puerta sin atreverse a pasar. Vio que su familia había empezado a cenar sin ella. Dio un par de pasos al frente, tímidamente.
La madre alzó la cabeza para mirarla, y Dana vio que había estado llorando. La conmovió aquel signo de cariño, pero también contribuyó a acrecentar su sentimiento de culpa.
--Buenas noches -susurró la niña, un poco más animada al ver que su entrada había provocado una sensación de alivio en los rostros de todos.
--Estábamos preocupados -dijo uno de sus hermanos mayores-. ¿Dónde estabas? íbamos a salir a buscarte después de cenar.
Dana iba a contestar, pero se contuvo al ver que su madre avanzaba hacia ella. Ya no parecía preocupada, sino terriblemente enfadada. La niña intuyó lo que iba a pasar, pero no tuvo tiempo de apartarse.
El bofetón sonó por toda la casa.
Dana se llevó una mano a la mejilla dolorida y parpadeó varias veces para contener las lágrimas. Era demasiado responsable para no comprender que lo tenía merecido. Había visto con sus propios ojos lo que los lobos hacían con las reses extraviadas. Entendía que, debido a su ausencia, su familia había temido que ella hubiese corrido la misma suerte.
--¿Dónde estabas? -chilló su madre-. ¿Te parece bonito desaparecer así, por las buenas?
--Se me ha pasado el tiempo -musitó ella-. No me he dado cuenta de la hora que era. Lo siento...
Un segundo bofetón la hizo enmudecer. Dana miró a su madre, atónita y dolida. Admitía que había hecho mal, lo lamentaba. ¿No bastaba con una sola bofetada? ¿Era necesaria la segunda?
--¿Dónde has estado? -repitió la madre.
--En el bosque.
Ahora, Dana temblaba violentamente, y sus palabras eran apenas audibles.
--¿Todo el día en el bosque? -la madre cruzó los brazos, incrédula-. ¿Y se puede saber qué hacías allí?
Dana titubeó un brevísimo instante.
--Explorar -susurró-. Seguir a un venado, comer moras silvestres... incluso hemos... -se calló súbitamente y rectificó-: incluso he visto a la nueva carnada de oseznos.
Pero la madre no pasó por alto el desliz.
--¿«Hemos»? -repitió-. ¿Quién estaba contigo?
Dana tardó en responder. La mano de su madre se alzó de nuevo, y ella se apresuró a decir:
--Sara, la niña de la granja del norte.
--¡Embustera! -soltó desde la mesa una de sus hermanas-. ¡Sara ha estado con nosotras recogiendo tomates! Le hemos preguntado por ti, y nos ha dicho que no te había visto en todo el día.
La mano de la madre se disparó de nuevo, y la tercera bofetada estalló contra el rostro de Dana. La niña gimió y se acurrucó contra la pared.
--¡Responde! ¿Quién estaba contigo?
--No mientas, Dana -dijo la voz de su padre, que lo observaba todo un poco apartado-. Es tu madre. Se preocupa por ti. Ha sufrido mucho pensando que te había pasado algo malo.
Pero Dana apenas lo oyó. Sólo tenía en los oídos los gritos de su madre.
--¿Contestarás de una vez?
La niña seguía temblando. La mujer la agarró por la ropa y la zarandeó.
--¡Responde! ¿Quién estaba contigo?
Dana no pudo más.
--¡Kai! -chilló-. ¡He estado con Kai todo el día! ¡Todos los días!
Se sintió de pronto tan aliviada que no le preocupó la extrañeza de sus padres, hermanos y hermanas.
Pero su madre la sacudió de nuevo.
--¿Y quién es ese Kai? -quiso saber.
--Ya... ya te lo dije una vez. Es mi amigo. Mi... mi mejor amigo. Un niño de mi edad.
La madre la soltó, frustrada.
--¿Por qué me mientes? -preguntó, y esta vez el tono de su voz no era amenazador, sino dolido.
--¡No te miento! -exclamó Dana, sorprendida-. ¡Es la verdad! Kai lleva mucho tiempo viniendo a verme a la granja -paseó su mirada por la habitación-. ¡Alguien tiene que haberle visto! Es un niño rubio...
--Está mintiendo -dijo uno de los hermanos, pero la madre lo fulminó con la mirada.
--Tú cállate. No te metas en esto.
--Kai no existe -dijo entonces la hermana mayor-. Ella lo ha inventado. ¿Es que no os dais cuenta? Siempre anda por ahí hablando sola. Dice que habla con ese Kai.
La madre adoptó una expresión de duda y miró a Dana. Pero ella se sentía ahora víctima de una conspiración familiar.
--¡Yo no estoy mintiendo! -gritó, furiosa-. ¡Kai existe, yo lo veo todos los días, y no hablo sola!
La rabia había ahogado cualquier tipo de remordimiento.
--Kai no existe, Dana -repitió su hermana mayor-. Es sólo algo que tú te has inventado.
--¡¡¡No es verdad!!! -aulló Dana; y, sin poder seguir allí un instante más, dio media vuelta y salió de la casa a todo correr. La puerta se cerró con estrépito tras ella.
Dentro del comedor nadie se movió, hasta que oyeron abrirse la puerta del granero. La madre respiró, aliviada. Ahora sabía que Dana no había vuelto a escaparse.
Se volvió entonces hacia su hija mayor.
--La próxima vez deja que yo me ocupe de estas cosas, ¿de acuerdo? -le recriminó con dureza.
La muchacha no respondió, y el silencio volvió a adueñarse del comedor.
De pronto, ya nadie tenía ganas de cenar.


Dentro del granero todo estaba en calma. Tan sólo se oían unos sollozos apagados que provenían del piso superior.
Dana se había refugiado en su rincón favorito, en la parte alta, junto a un pequeño ventanuco que le mostraba un bello pedazo de cielo nocturno. La niña solía esconderse allí a menudo; incluso había dejado una manta para cuando se quedaba mucho rato.
Por el momento le iba a ser muy útil, porque tenía previsto pasar la noche allí. No tenía ganas de volver a entrar en la casa, ni de seguir viviendo entre aquellas personas que siempre habían sido su familia, pero que ahora le resultaban perfectos extraños. En sus oídos resonaban las bofetadas, los gritos de su madre, las acusaciones de sus hermanos.
¡Embustera! ¡Estás mintiendo! ¡Kai no existe, y tú hablas sola!
Ella no recordaba haber hablado sola, y por tanto aquella afirmación le parecía absurda; pero estaba demasiado aturdida como para analizar con frialdad aquella nueva información.
Tampoco oyó cómo Kai entraba en el granero, cerrando suavemente la puerta tras de sí. El chico, en cambio, sí oyó sus sollozos, y comenzó a subir la escalera hasta que su cabeza asomó por la trampilla.
Descubrió un bulto que temblaba en un rincón, y se acercó.
--Dana -llamó con ternura.
Los sollozos cesaron.
--Dana, soy yo.
--¡Déjame en paz! -la voz de la niña sonó extraña, ahogada por la manta que la cubría.
--Dana, tengo que hablar contigo.
--Vete. No existes.
Kai se estremeció y cerró los ojos con una expresión de dolor en el rostro, como si le hubiesen clavado un puñal en el corazón. Pero Dana, oculta bajo su manta, no lo vio.
--De eso justamente quería hablarte.
Hubo un breve silencio, y entonces la cabeza despeinada de Dana asomó por debajo de la manta. Estaba pálida, tenía los ojos enrojecidos y la nariz hinchada de tanto llorar.
--De eso quería hablarte -repitió Kai, sentándose a su lado-. Nadie puede verme. Sólo tú.
Su amiga lo miró, incrédula.
--¿Me estás tomando el pelo?
--Sabes que no.
Dana no respondió enseguida. No tenía sentido... pero, si Kai no decía la verdad, ¿cómo explicar que su familia no lo hubiese visto aún? ¿Cómo explicar que dijesen que hablaba sola, cuando ella nunca...?
--¿Y por qué? -quiso saber-. ¿Quién eres tú? ¿Qué quieres de mí?
--Soy tu amigo. ¿O no lo soy?
Dana sacudió la cabeza. ¿Cómo podía ser Kai tan ingenuo? ¿De veras creía que eso bastaba?
Él pareció adivinar sus pensamientos:
--Sólo tú puedes verme -insistió-. Pero yo seré tu amigo y estaré contigo siempre. Y esto es lo que hay.
--¿Esto es lo que hay? -repitió Dana, estupefacta-. ¿Y es suficiente?
--¿Qué más puedo decir? -también él parecía molesto-. Tendrás otros amigos visibles para todo el mundo. Pero cuando pasen muchos años reconocerás que no tuviste un amigo mejor que yo.
--¡Qué engreído! -soltó Dana, pasmada.
Kai calló durante un momento. Después dijo, suavemente:
--¿Prefieres que me vaya?
Dana lo miró a los ojos.
--Porque, si es lo que quieres, me iré -añadió el chico-. Desapareceré de tu vida y no volverás a tener problemas por mi culpa.
Dana no dijo nada. Sólo siguió mirándole, y se preguntó entonces qué haría sin él, sin su sonrisa, sin la mirada franca de aquellos chispeantes ojos verdes, sin la suavidad de su voz. Y tuvo que admitir que, tras la discusión con su familia, era Kai el único que le parecía cercano y real. Él era lo único que le quedaba.
Sintió el impulso de abrazarle, pero se contuvo. Sabía por experiencia que a él no le gustaba que lo tocasen.
Se preguntó entonces por qué, y una súbita sospecha atenazó su mente. Alzó la mano lentamente para acariciar la mejilla de su amigo. Él pareció dudar un momento, pero no se apartó.
Y la mano de Dana atravesó limpiamente el cuerpo de Kai, como si él no estuviese allí.
La niña sintió un terror irracional. Movió el brazo en un desesperado intento por tocar algo, pero la figura de Kai, aunque era perfectamente visible, parecía tan incorpórea como la niebla.
Dana gimió, y sus deseos de abrazar a Kai, de retenerlo a su lado, crecieron hasta hacerse insoportables. El niño entendió lo que le pasaba por dentro, y le dirigió una mirada apenada.
--Existo en un plano diferente al tuyo -le dijo-. Lo siento, no puedo hacer nada. Podemos estar eternamente juntos, y eternamente separados.
Dana gimió de nuevo. Ella era una simple campesina que no podía comprender aquellas sutilezas. Y sólo tenía ocho años.
Se acurrucó bajo su manta y le dio la espalda a Kai, mientras su mirada se perdía entre las estrellas que se veían a través del ventanuco. De pronto sintió algo tras ella, y no necesitó volverse para saber que Kai estaba echado a su lado. Incluso sintió el brazo de él rodeándole la cintura. No lo notaba como algo corpóreo, sino como una cosa parecida al roce de la brisa, a la calidez de un rayo de sol, a la frescura de un día de lluvia. Sin embargo, la reconfortó infinitamente. Suspiró, y se acurrucó junto a Kai. No podía tocarlo, pero podía sentirlo, y toda su alma respondía ante aquella presencia.
--No me dejes sola, Kai -suplicó en un susurro-. No me dejes nunca.
--Nunca -prometió el muchacho, y su voz sonó muy cerca del oído de Dana, en lo más hondo de su mente y en lo más profundo de su corazón.

CAPÍTULO II: El hombre de la túnica gris
LAS ESTACIONES PASARON rápidamente, y la amistad entre Dana y Kai se fortaleció. El chico era alegre y optimista, y su compañía le hacía a Dana la vida menos monótona. Eran innumerables las travesuras que habían llevado a cabo juntos desde que se encontraron por primera vez.
Por primera vez...
Una tarde que volvían juntos del bosque, hablando y riendo como siempre, Dana evocó aquel primer encuentro, cuatro años atrás. Recordó la imagen del niño rubio y delgaducho sentado sobre la valla del corral, su mirada sincera y su sonrisa amistosa. Ahora, Kai era un guapo chico de diez años, pero seguía sonriendo igual.
Le vino a la memoria también aquella noche en que descubrió que Kai no era un niño normal.
El rostro se le ensombreció momentáneamente, y Dana sacudió la cabeza. Había decidido confiar en él. No le preocupaba lo que dijera la gente; Kai estaría siempre a su lado, Kai la quería de veras y nunca le haría daño.
De todas formas, y como no le gustaban los conflictos, había adoptado la medida de no hablar con nadie de Kai, fingir que había sido un capricho, y que ella sabía que no existía. Se reía con sus hermanos cuando éstos le recordaban sus conversaciones con aquel amigo suyo a quien nadie veía, pero, cuando estaba sola, volvía a reunirse con Kai y le contaba todo lo que pasaba. «Ellos no lo entienden», le decía, y con este pensamiento acallaba aquella vocecita interior suya que, machaconamente, le repetía: «¿Y no será que tú estás un poco chiflada?».
Desde luego era lo que pensaba todo el mundo, y Dana era plenamente consciente de ello. Pero le bastaba con mirar a Kai a los ojos para que se disipasen todas sus dudas. No concebía ya la vida sin su mejor amigo, y, cuando hacía balance, se daba cuenta de que valía la pena soportar las miradas burlonas de la gente con tal de conservarlo a su lado.
Él sabía muy bien el sacrificio que suponía para la niña mantener aquella amistad, y en su interior aplaudía la fortaleza de su amiga. A pesar de sus esfuerzos, Dana no podía evitar que de vez en cuando alguien la descubriera «hablando sola». Eso y su extraño comportamiento habían contribuido a darle una dura reputación en los alrededores.
A Dana no le preocupaba mucho, y menos en aquel momento, mientras volvía a casa junto a Kai, bañados ambos por la soberbia luz del atardecer otoñal. La niña cerró los ojos y dejó que la brisa le revolviera la melena negra.
Kai la miró con ternura. Dana pronto dejaría de ser una niña; el chico sabía muy bien que, pese a su aspecto despreocupado, su amiga estaba pasando por un momento difícil. Por un lado ansiaba tener un grupo de amigos «normales»; pero, por otro, no quería perder a aquel que ocupaba un lugar tan importante en su corazón.
Kai sabía que Dana buscaba preguntas a las respuestas que comenzaba a plantearle la vida; y sabía también que él iba a ser un apoyo fundamental para su amiga mientras ella encontraba su camino. Dana le necesitaba más que nunca.
Entonces el viento les trajo unas voces desde la lejanía. Dana se detuvo y forzó la vista para distinguir al grupo de personas que corría por la pradera. Eran niñas más o menos de su edad. Jugaban a pasarse entre ellas una pelota de trapo, y las capitaneaba Sara, la niña de la granja del norte.
Dana y Kai se aproximaron un poco más. En el rostro de ella había aparecido una expresión anhelante, y Kai sabía muy bien lo que eso significaba.
Sin embargo, Dana no se atrevió a acercarse mucho. Se detuvo a pocos pasos del grupo, detrás de una valla que delimitaba las propiedades de su familia y los vecinos, y se quedó mirando cómo jugaban, deseando poder unirse a ellas.
El equipo de Sara tenía la pelota, y el otro grupo trataba de arrebatársela. Las niñas gritaban, saltaban y reían con los cabellos revueltos y las mejillas arreboladas.
Una de ellas reparó en la presencia de Dana junto a la valla, y se quedó mirándola. Las otras se dieron cuenta de lo que pasaba, y el juego se detuvo.
--¿Qué estás mirando? -le preguntó la niña a Dana, de mala manera.
Una expresión dura cruzó el rostro de ella y, sin responder, dio media vuelta para marcharse.
--¡Espera! -la detuvo Sara, y Dana se giró, esperanzada-. ¿Quieres jugar?
Las otras protestaron, pero Dana no les hizo caso. Se quedó mirando a Sara, preguntándose si le estaría tomando el pelo. Pero la niña parecía muy seria.
--Me gustaría mucho -respondió Dana, lentamente y con precaución.
Entonces Sara fingió dudar.
--El caso es que... -dijo-, no sé si sería buena idea. A lo peor le pasas la pelota a alguien que no existe -concluyó con una carcajada, y las otras se sumaron a las burlas.
Dana, humillada, iba a replicar; pero se calló, porque aún deseaba formar parte de aquel grupo.
--Es más fácil pasaros la pelota a alguna de vosotras -contestó, sonriente-. Si no, no tendría gracia el juego, ¿no te parece?
Sara pareció apreciar la elegante salida de la otra; pero el resto de las del grupo no fueron tan compasivas, y redoblaron sus risas.
--Vete a hablar con el diablo, ¡bruja! -la insultó una.
--¡Eso! ¡Márchate, bruja! -corearon las demás.
Dana lo intentó otra vez.
--No soy una bruja -dijo-. Soy como vosotras. Sólo me gusta pensar en voz alta, eso es todo.
--¡Entonces, piensas demasiado! -se burlaron ellas.
La niña que tenía la pelota de trapo se la lanzó a la cara con todas sus fuerzas. Dana recibió el impacto y recogió el juguete, aturdida. No le había hecho daño, pero el gesto de la niña había sido una clara muestra de desprecio.
Trató de ignorar aquel hecho y pensó que, ya que tenía la pelota, podría integrarse en el juego, así que se la lanzó a Sara. Pero ésta apartó las manos y no la recogió.
El trapo cayó sobre la hierba.
Dana se sintió herida y muy humillada, y se preguntó qué había hecho ella para que la tratasen así. Quiso dar media vuelta y marcharse, pero, antes de que pudiera hacerlo, una de las chicas cogió una piedra del suelo y se la arrojó.
Le dio a Dana en el brazo; era un guijarro pequeño y no la hirió, pero fue la señal que necesitaban las otras para lanzar una lluvia de piedras sobre su extraña vecina. Dana se cubrió la cara con las manos y les dio la espalda. Deseaba echar a correr, pero no lo hizo: su orgullo se lo impedía. Se alejó lentamente, sintiendo los guijarros que golpeaban su cuerpo como agujas. No estaba triste, ni tenía ganas de llorar. Sólo sentía rabia.
--Nunca más -le aseguró a Kai, que caminaba a su lado-. Nunca más.
Él la miró. No sonreía.
Dana se metió en el granero y se sentó sobre su vieja manta.
--Dicen que soy una bruja -le dijo a Kai-. Ojalá lo fuera. Entonces podría vengarme de ellas; les haría cosas terribles y que se tragaran sus insultos.
Su amigo se estremeció. Se plantó frente a ella, la cogió por los hombros y la miró a los ojos.
--Nunca digas eso -le advirtió-. Ni lo pienses siquiera.
--¿Por qué?
Kai se encogió de hombros.
--Es peligroso. Además, no es culpa suya.
Dana se irguió rápidamente.
--¿Ah, no? ¿Y de quién es, entonces? ¿Mía, acaso?
Kai sacudió la cabeza.
--No lo sé. Tal vez mía. Tal vez de nadie.
Dana no respondió. En momentos como aquél, interiormente hacía a Kai responsable de su soledad.
--Compréndelas -añadió el niño-. Llevan jugando juntas desde que eran muy pequeñas, y tú nunca ibas con ellas. Apenas te conocen. Eres una extraña.
Dana consideró sus palabras mientras Kai gateaba sobre los tablones en busca de un lugar más cómodo para sentarse. La niña lo miraba por el rabillo del ojo. «Si eres una invención mía», se dijo, «¿cómo puedes moverte y actuar de una forma tan natural?». En el tiempo que llevaban juntos, Dana había aprendido a conocer al dedillo todos los gestos y expresiones de Kai, que no eran los suyos, ni los de ninguna persona que ella conociera. Kai era mucho más que una idea o una imagen incorpórea. Kai era un ser definido no sólo por su aspecto, sino por múltiples detalles que lo completaban como persona: el tono de su voz, el brillo de sus ojos, la forma que tenía de apartarse el pelo rubio de la frente, sus pasos tranquilos y decididos, sus movimientos ágiles y seguros, su manera de hablar, incluso su manera de sentarse. Hasta aquella noche dos años atrás («¡Embustera! ¡Kai no existe!»), Dana no había pensado ni por un instante que su amigo no fuese como ella.
Además, en sus conversaciones él solía aportar un punto de vista totalmente diferente al suyo. Externamente, Kai actuaba como un niño normal: inquieto, travieso, juguetón y siempre a punto para probar cosas nuevas e iniciar una aventura más. En cambio Dana era más reposada y serena, y le gustaba pensar y analizar las cosas antes de actuar.
Sin embargo, cuando tenía algún problema, ella solía reaccionar como la persona inmadura que todavía era, inexperta en las cosas de la vida y, sobre todo, en las relaciones con los demás. En aquellos momentos críticos en que todo parecía derrumbarse a su alrededor, Kai aportaba una tranquilidad y confianza propias de un adulto; le ayudaba a pensar y a aprender por sí misma las cosas que debería haber descubierto junto a los demás niños y niñas de su edad, pero que, debido a su vida solitaria, ignoraba todavía.
Por eso Dana había aprendido a escuchar a Kai y a valorar sus consejos, y aquella vez no tenía por qué ser diferente.
--Entonces... ¿tú crees que si me hubiera unido a ellas antes no me rechazarían ahora?
Kai se encogió de hombros de nuevo.
--Vivimos en una tierra difícil -dijo-. Aquí la gente lucha por sobrevivir día a día. Desde niños se unen en grupos; así se sienten más seguros. Por eso todo aquel que se queda fuera resulta extraño, diferente.
--Y ahora desconfían de mí -completó Dana en voz baja.
Kai la miró durante un largo rato, deseando poder hacer algo más por ella.
--Tarde o temprano encontrarás tu lugar en el mundo -la consoló-. No sufras por ello.
Dana alzó la cabeza para mirarle otra vez a los ojos.
--¿Tú crees que soy una bruja, Kai?
--Yo creo que tú eres Dana -respondió él sin dudar-. Y no me importa lo demás.
Dana suspiró y se acurrucó junto a él, deseando con toda su alma poder abrazarlo, y tocar algo más que aire cuando rozaba su imagen. Kai adivinó lo que pensaba.
--Todo irá mejor a partir de ahora -le dijo, acariciándole el pelo con ternura-. Te lo prometo.
Sin embargo, por una vez el muchacho se equivocaba.


El cambio de estación trajo consigo un invierno especialmente duro y frío. Las nevadas y heladas acabaron con gran parte de las cosechas, y con gran número de animales en los bosques. Hambrientos y desesperados, los lobos bajaban de las montañas en jaurías enteras; la necesidad los hacía más audaces, y atacaban las granjas reduciendo cada vez más los recursos de las familias de campesinos.
Las cosas no se arreglaron con la llegada de la primavera. El frío dio paso, casi sin tregua, a un calor asfixiante y una sequía como no se recordaba en la comarca. Lo poco que había sobrevivido al invierno se echó a perder. Para una familia de doce miembros, como la de Dana, aquello era una catástrofe.
La niña pronto sintió en sus carnes la época de crisis. La comida era escasa, y sus padres y hermanos mayores tenían que trabajar muy duro para alimentarlos a todos. Dana adelgazó alarmantemente, pero no fue la única en la familia.
Las cosas se agravaron cuando empezó a faltar el agua, y se extendió rápidamente una epidemia transmitida, según parecía, por los mosquitos, que habían aumentado considerablemente en número en los últimos tiempos. La epidemia se llevó a una hermana mayor y a uno de los hermanos pequeños de Dana, y a su abuelo, que iba a cumplir setenta y cuatro años.
La niña se había vuelto más silenciosa con la tragedia. Trabajaba como una mula sin protestar, porque el ejercicio la ayudaba a no pensar. También hablaba bastante menos con Kai, pero seguían pasando todo el día juntos. Aquella especie de lazo que los unía incluso sin palabras parecía hacerse cada vez más fuerte, de modo que ya apenas necesitaban hablar para comprenderse.
Una mañana, Dana acudió al pozo a sacar agua. Se trataba de un pozo común a varias granjas pero, ante el azote de la sequía, el agua estaba rigurosamente racionada. A la familia de Dana, por ser ahora de nueve miembros, le tocaban tres cubos.
Llevaba sólo dos cubos vacíos sobre una carretilla baja, porque no le cabía un tercero, de modo que tendría que hacer dos viajes. Sin embargo, cuando echó uno de los cubos al fondo del pozo dudó que pudiera llenar los tres.
Subió la cuerda lentamente; éste era el trabajo más duro. Cuando alcanzó el cubo con agua y alzó la vista, vio frente a sí a Kai, que la miraba con seriedad.
--El agua no durará mucho -dijo Dana entristecida.
Kai suspiró. Ella dejó el cubo lleno en la carretilla y lanzó el otro al pozo. Ambos oyeron cómo tocaba fondo, pero ninguno hizo el menor comentario. Kai se colocó detrás de su amiga y la ayudó a tirar de la cuerda.
Dana se había preguntado muchas veces cómo era posible que una persona a la que no se podía tocar, que era tan incorpóreo como el aire o como la niebla, pudiese hacer cosas tales como coger huevos o tirar de la cuerda de un pozo. Había observado atentamente a Kai en numerosas ocasiones, cuando él hacía aquellas cosas, y lo único que había podido detectar era que el chico parecía tener que concentrarse mucho para ello.
Mientras los dos subían el cubo con agua, Dana sacudió la cabeza. Sabía que era inútil preguntarle: nunca le respondería.
Con un último esfuerzo, Dana alzó el cubo hasta depositarlo sobre el borde del pozo. Entonces se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano.
--Terrible, ¿eh? -comentó Kai, pero de pronto se puso tenso y dio media vuelta con brusquedad.
Dana sintió entonces una sombra tras ella, y se estremeció. Como Kai, se giró, intrigada.
Se trataba de un jinete que acababa de llegar por el camino. Montaba un hermoso caballo blanco que sudaba y resoplaba por culpa del calor.
--Disculpa -dijo el jinete amablemente.
Dana lo miró. Era un hombre viejo, de cabellos grises y lisos que le caían sobre los hombros como una cascada plateada. Sus ojos profundos e inquisitivos eran también de color gris, al igual que su túnica, ceñida por un cinturón de cuero del que pendían varios saquillos. No llevaba armas a la vista; no parecía un noble, pese a que montaba a caballo. Sin embargo, había algo en él que lo ponía por encima de los simples aldeanos. «Tal vez sea un sabio», pensó Dana, «aunque no lleva barba». Ella siempre había pensado que los sabios y los santos debían llevar barba.
--Siento interrumpir tu trabajo, muchacha -continuó el jinete amablemente-. ¿Podrías indicarme el camino a la ciudad?
Dana asintió.
--Seguid en esta dirección hasta la próxima encrucijada -respondió-. Después tomad el camino de la izquierda y llegaréis a la ciudad. Está sólo a una jornada de aquí.
--¿La encrucijada, dices? -repitió el jinete, y se alzó un poco para otear el sendero.
--Hacia allí -Dana levantó el brazo para señalarle el camino; el cubo que sostenía sobre el borde del pozo se tambaleó peligrosamente, y ella se apresuró a sujetarlo bien.
--Cuidado -dijo el jinete, y sonrió; multitud de arrugas se formaron en torno a su boca y sus ojos, haciendo que su rostro moreno pareciese aún de mayor edad-. No se debe malgastar el agua en tiempos de necesidad.
Dana enrojeció y colocó el cubo en un lugar más seguro. El jinete la observó un momento y después clavó la vista en un punto por detrás de ella. Súbitamente le cambió la expresión y dejó de sonreír. Sus ojos grises se estrecharon.
Dana siguió la dirección de su mirada, preguntándose qué habría visto, porque tras ella no había nada especial. De pronto le pareció comprenderlo, y se quedó helada.
Tras ella no había nada... salvo Kai.
Dana se volvió rápidamente hacia el viejo, pero éste ya había recobrado la expresión amable.
--Dios te guarde, niña -le dijo-. Y gracias. No sufras por el agua: esta noche lloverá.
Dana echó un vistazo dubitativo al cielo: ni una sola nube. Sin embargo, no dijo nada. Su mente estaba ocupada con la idea de que Kai podía ser visible para otra persona que no fuese ella, y aquel pensamiento la golpeaba una y otra vez con la fuerza de una maza.
El hombre sonrió de nuevo, espoleó a su caballo y se alejó sendero abajo. Dana se quedó parada; el corazón le latía alocadamente y sus ojos seguían al jinete de la túnica gris mientras se alejaba camino abajo. Los cascos de su caballo levantaban una fina nube de polvo que parecía dorado bajo el sol abrasador.
Cuando lo perdió de vista, Dana se volvió hacia Kai.
--Ese hombre te ha visto -le dijo, y su tono de voz mezclaba miedo, sorpresa, respeto y un poco de reproche-. ¿No se suponía que sólo yo podía verte?
--No podía verme -replicó él-. Seguramente no me miraba a mí.
Habló rotunda y enérgicamente, pero Dana vio un brillo de duda y temor en los ojos verdes de su amigo.
Todavía pálida, recogió sus cubos y emprendió el regreso a casa, arrastrando la carretilla con cuidado. Kai la ayudaba a tirar, aunque, como era cuesta abajo, no se hacía muy pesado. Ninguno de los dos dijo nada más mientras bajaban por el camino que había seguido el jinete de la túnica gris que se dirigía a la ciudad y que parecía haber visto a Kai.
Aquella tarde, Dana intentó hablar del tema con su amigo, pero Kai no parecía muy dispuesto a recordar la escena del pozo. Cuando por fin consiguió que él se enfrentase a ello, el niño quitó hierro al asunto y aseguró que seguramente se lo había imaginado.
Dana no replicó. Recordaba perfectamente la expresión del hombre, una mezcla de asombro y curiosidad, y recordaba también que Kai se había sobresaltado igual que ella. Le dio muchas vueltas al asunto, porque intuía que era importante. Si el viejo había visto a Kai... significaba que ella no estaba loca, y su amigo existía de verdad. La gente la creería por fin, de una vez por todas, si había alguien más que pudiese corroborar su historia.
Esto le dijo a Kai cuando el sol se ponía por el horizonte, pero el niño, con una expresión muy seria, impropia de él, la miró a los ojos y le aconsejó olvidar que lo habían visto.
--¿Por qué? -preguntó Dana, intrigada.
Kai fijó en ella una mirada pensativa. Dana siempre preguntaba ¿Por qué?, y él muchas veces había deseado darle las respuestas que buscaba, pero sabía que todavía no había llegado el momento.
--Había algo extraño en él -dijo por fin.
Era una respuesta muy vaga, pero Dana pareció aceptarla, quizá porque ella también había sentido lo mismo.
--Además, casi seguro que no volveremos a verlo -añadió él, y, por segunda vez, Dana estuvo de acuerdo, y decidió no pensar más en ello.
Sin embargo, tuvo que recordar al jinete de la túnica gris mucho antes de lo que pensaba.
Porque aquella noche, tal y como él había predicho, llovió sobre la comarca.




Posdata: He cambiado el banner de "Reseñas" y la imagen de "Índice de reseñas" porque las anteriores no me gustaban, y vi la nueva en DEVIANTART y me enamoró. ¿Qué os parece?

2 comentarios:

bea dijo...

AAAAAAAAAH :3 te lo estás leyendo? :O tía, entonces si no te has leído la Emperatriz de los Etéreos te mato ;) Yo si quieres te lo dejo :3 Por cierto, también está el cuarto libro que es "Fenris el elfo". (aviso por si no lo sabías, y creo que te lo puedo dejar también) Y también creo que el 2 y 3 también xD Así que ya sabes :)

Skila dijo...

@T-Weary: ¡Muchas gracias! "La emperatriz de los Etéreos" lo mismo te lo pido ;), aunque "Crónicas de la Torre" se los voy a pedir a SM, a ver qué tal. ¡Gracias, guapa! ;)